Quousque tandem abutere, Arzobispo, patientia nostra?
Entre el
trabajo que me tiene desbordada y el cabreo con lo sucedido, hasta hoy no me he
puesto a escribir… Casi ha sido bueno que no haya tenido un momento de descanso
y que haya podido sosegar el enfado que despertó en mi la noticia que salió a
la luz hace 10 días sobre la edición del “libro” (es una palabra demasiado
importante para que esto se considere tal, por lo que no he podido evitar
entrecomillarlo), Cásate y sé sumisa, avalado nada menos que por el
arzobispo de mi querida tierra, Granada.
Resulta
que el título ya dice algo muy claramente. Por un lado nos ordena a las
mujeres (es un imperativo), que nos casemos. Y añade además cual ha
de ser nuestro papel en esas relaciones matrimoniales: la sumisión.
El “señor” arzobispo reta, en sus declaraciones posteriores al revuelo montado
con el “libro”, a encontraren él frase alguna que conlleve la potenciación de
la violencia sobre las mujeres. Para empezar hay que dejar muy claro que hay
muchos tipos de violencia y muchas formas de generarla. La palabra sumisión en
sí misma conlleva sometimiento a voluntad ajena y en un estado de derecho como
el actual, con una Constitución como la nuestra, es un claro atentado al
artículo 14 de la misma. En una sociedad como la nuestra, promulgar la sumisión
lo considero en sí mismo una forma de potenciar la violencia, de
institucionalizarla y pretender naturalizarla. La sumisión es una
característica típica de sociedades que validan de alguna manera la esclavitud.
Recordemos lo que la Real academia española dice que es sumisión:
1.
Sometimiento de alguien a otra u otras personas.
2.
Sometimiento del juicio de alguien al de otra persona.
3.
Acatamiento, subordinación manifiesta con palabras o acciones.
Es
violencia pretender que una persona, por el hecho de tener una característica
concreta, en este caso un determinado sexo, ocupe un lugar inferior con
respecto a otra con un sexo diferente. Pretender eliminar la igualdad y
pasar a un segundo plano a cualquier persona, es sí o sí, violencia en sí mismo.
Pretender que una persona ha de comportarse de determinada manera, ha de
actuar, sentir, pensar, de determinada manera, por el hecho de tener un sexo u
otro, es violencia. Atenta contra la libertad y vuelve a intentar
justificar las diferencias de los roles sociales en las diferencias fenotípicas
de mujeres y varones. Vuelve a intentar otorgar diferentes papeles sociales a
unos y otras en función de lo que cada cual tiene entre las piernas. Obvia que
haya capacidades y potencialidades diferentes que nada tienen que ver con ser
“XX” o “XY” y que son esas potencialidades y no otras las que debemos tener en
cuenta para saber qué papel ha de tener cada cual en la sociedad, si creemos
que, por equidad social, es el mérito y la capacidad, sólo posible desde la
igualdad de oportunidades, las que deben de determinar dónde está una persona y
qué papel quiere tener (nada que ver con “debe tener”) en dicha
sociedad. Vuelve a hacer hincapié en que las mujeres debemos volver a estar en
la esfera privada exclusivamente. Lo cual a su vez conlleva, no ya la violencia
intrínseca de la obligatoriedad de comportarse de determinada manera en la
vida, sino la que puede conllevar el “saltarse” esa supuesta “ley divina” que
se deja entrever y que constata el que haya sido la iglesia quien avala su
edición.
Olvida
este “señor” que avalar algo así implica un “deber ser” socialmente castigado
si se salta. Por tanto conlleva violencia potenciar este tipo de pensamiento.
No hace falta que se nombre cual será el castigo de las mujeres que no opten
por “ser así”.La violencia de género que vivimos hoy, aún lejos de
desaparecer, es producto precisamente de ese mensaje ancestral que todos
los organismos internacionales, la Unión Europea, y España intentar revertir
desde hace años. La violencia de género no es ni más ni menos que el resultado
de un pensamiento en el cual se pretende no sólo que somos diferentes mujeres y
varones sino que hay uno superior al otro y por tanto éste que se siente
superior se siente también con la potestad de imponer su voluntad, incluso
hasta el extremo de quitar la vida a la mujer que no ha hecho lo que considera
“tenía que hacer como mujer””. Es obvio que asumir estos planteamientos por
una mayoría social conllevaría castigar de diversas maneras a quienes se saltan
los mismos y multiplicaría la actual tasa de muertes de mujeres a
manos de sus parejas o exparejas, basadas en esta idea de pertenencia, de
posesión, de superioridad, de sumisión de las mujeres hacia los varones.
Castiga
por tanto otras opciones de vida: no casarse, ser madre soltera y por supuesto
ser homosexual. Todo esto simplemente lo obvia, como si no existiera, y por
tanto implícitamente como si no debiera de existir, convirtiendo estas opciones
en algo “invisible” e “indeseable”, y al final igualmente reprochable. Es
decir, genera a su vez también violencia sobre otras formas de ver la vida más
allá del matrimonio heterosexual.
“Señor”
arzobispo; creo sinceramente que se ha equivocado de época, que afortunadamente
hasta dentro de su iglesia esta forma de entender las relaciones entre mujeres
y varones es ya prácticamente inexistente y que su propio “jefe actual” está
muy lejos de entenderlas así. Quiero creer que su forma de pensar está en
extinción y que por más que se aferre al pasado ya no volverá. Pero está claro
que utiliza todas las armas a su alcance para revertir los avances igualitarios
que, aunque muy tímidos aún, se están dando y de ahí el rechazo generalizado
incluso entre sus compañeros y los sectores más conservadores de la sociedad.
“Señor” arzobispo, aún está a tiempo de reconocer que se ha equivocado. Y
aunque estoy segura de que no lo hará, le recomiendo “que se lo haga ver” porque
se ha quedado usted solo
y, si mal no
recuerdo, la
soberbia y la prepotencia son pecado.
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